lunes, 28 de febrero de 2011

Seguridad

Ficciones fotográficas de Luis Aguilar


© Luis Aguilar


Cada vez hay más gente que aplaude el sacrificio
de la justicia en los altares de la seguridad
Eduardo Galeano

Luis Aguilar recrea escenas de un futuro posible con los escombros del presente. Fotografía el vacío, la ruina, el deterioro de los espacios privados que el abandono convierte en baños públicos, en refugios de cascajo, de plantas y muebles necios, de personas hechas polvo.

Y ahí donde no hay casi nada, donde no pasa más que el tiempo y su devastadora mordida, Luis, orwelliano, coloca digitalmente cámaras de seguridad que todo lo ven, lo vigilan. Ojos que observan el mundo ya de piedra, devastado, donde lo único que permanece es la paranoia y sus máquinas intactas: cámaras del miedo que registran la historia del derrumbe.

Y uno puede ver en sus imágenes cómo el tiempo se ha comido los muros, los techos, los marcos de las ventanas, los sillones y objetos que alguien dejó como si esperara regresar. Uno descubre la estoica herrería que mantiene su inútil y sólida estructura en una casa sin puertas. Una escalera que exhibe la elegancia de un pasado remoto en su barandal de hierro. Una tina como sucio testigo de que alguna vez alguien ahí fue pulcro. Espacios reales en ficticia vigilancia habitados por seres invisibles, esos que nadie quiere ver, los que protegen su pudor con cartón y láminas, los que hacen de un autobús escolar su parada permanente. 

Y ahí donde una vez nació y creció libre, a la naturaleza le gusta regresar, adueñarse de esa tierra que fue suya: y se monta en los muros, los traga, echa raíces, invade losetas y pisos transformando el paisaje. Desiertos del futuro, los llama el artista:

“Combinando la fotografía análoga y la edición digital, revivo una intriga tecnológica y metafísica que enmarca la intervención humana como escena de ciencia ficción, evidencia siniestra de un planeta que cambia rápidamente.”

Luis Aguilar pone el ojo en la yaga: sus imágenes exhiben el absurdo de una sociedad temerosa de sí misma que confunde la seguridad con la custodia y la justicia con el castigo, que transgrede los espacios íntimos en nombre del orden público. Una sociedad que teme al vacío tanto como a las aglomeraciones; que, ciega, necesita verlo todo, registrarlo todo: vigilar para castigar. Pero al asomarnos a su universo fotográfico uno se pregunta ¿qué mayor castigo puede haber que el desolado paisaje de una habitación sin techo? 

© Luis Aguilar


jueves, 27 de enero de 2011

Construcciones sobre el ojo

© Edgar Ladrón de Guevara
1



En este pequeño cráter cabe el orbe entero. Algo en sus bordes da vértigo, perturba. Parece un hoyo negro en medio de la carne. Un grito mudo. Tal vez es la boca del ojo, la fuente de todas sus tristezas. O quizá el sexo abierto de un cuerpo que espera. Es todo lo que podemos ver, lo que imaginamos, lo que nunca habíamos visto.

Tomar una fotografía es resaltar un instante o un detalle que para otros ha pasado de largo, ese doblez en la vieja cortina de un teatro, o los pliegues de la sombra cayendo como lluvia sobre un muro rugoso. Pero lo cierto es que en la fotografía, aunque nos muestra un trozo de realidad, hay siempre invención: el fotógrafo descubre y en su encuadre compone. Vemos lo que él nos muestra, lo que su ojo busca y, al encontrar, construye. El encuentro con el instante, con el detalle, nunca es totalmente fortuito; y Edgar Ladrón de Guevara lo sabe de sobra, por eso no sale a las calles a cazar arrugas en el asfalto ni a buscar atardeceres en los rostros del metro. No, Edgar nos muestra que cada ojo crea sus propios universos, que no hay azar ni fortuna en la mirada, sólo, tal vez, como decía Stravinsky, el “presagio de un descubrimiento”. No le interesan retratos ni líneas que sean límites: los ojos que construye no tienen contornos, se expanden o compactan, se pulverizan como tierra en la ventisca.
© Edgar Ladrón de Guevara

2

A punto del beso, o quizá del sueño, un pensamiento dulce cierra el ojo. No se ve mucho más, sólo el trazo de pestañas muy juntas y el montículo que guarda la esfera ocular con su cámara minúscula. La piel terrosa del párpado es la manta de ese ojo, casi dormido que, sospechamos, algo mira por dentro. Y nosotros no podemos dejar de observarlo. Algo en él nos seduce. Tal vez lo que nos oculta: su transparencia, el color y la opacidad de sus deseos. Este ojo tiene esa belleza peculiar de los momentos amorosos, ese misterio que crece en toda entrega. No sabemos cómo, al verlo, sentimos su respiración, el ritmo suave de sus afectos. Y esa es una de las mayores cualidades de Ladrón de Guevara: en cada una de sus piezas podemos percibir el ritmo de un instante, descifrarlo como frase de un poema sinfónico. Porque él no piensa en imágenes aisladas, crea lienzos completos engarzando piezas que narran distintos latidos de la vida. Estos ojos, sembrados en línea, son eso, un poema sinfónico, parece que inspirado en una pesadilla. Dice que una noche soñó extrañas figuras que lo acechaban, no podía distinguir sus elementos pero sabía que eran ojos. Así nació la idea de formar esta instalación de pestañas, lacrimales, párpados. Fotografías antifotográficas, unas veces explícitas, otras, tan abstractas que apenas si reconocemos en ellas algo humano. Ojos a detalle que Ladrón de Guevara fue construyendo, tratando con diferentes colores buscando en cada uno su tono vital, su textura anímica. A veces es obvio lo que mira, lo que nos mira, otras nos extiende indescifrables mapas de sombras, agujeros negros donde caer.