Mónica
Sánchez Escuer
No siempre resultan
felices las obras narrativas realizadas por poetas o la poesía hecha por
narradores. Sin embargo, en escritores notables, el tránsito de un género a
otro siempre resulta enriquecedor en ambos espacios: del que se parte y al que
se llega. Este tránsito muchas veces origina maravillosas piezas de orfebrería,
textos extraños, imposibles, que bien pudieran situarse en el difícil estante
de lo innombrable.
A éstas pertenecen Caja de herramientas de Fabio Morábito y Amaneceres del Husar de Eduardo Casar.
A éstas pertenecen Caja de herramientas de Fabio Morábito y Amaneceres del Husar de Eduardo Casar.
Ambos libros me
“eligieron” hace tiempo bajo la premisa barthesiana, me “desearon” “por una
disposición de pantallas invisibles, de seleccionadas sutilezas: el
vocabulario, las referencias, la legibilidad.”[1]
Más que crítica, ésta
intenta ser una mirada desde la creación, una lectura de goce a la manera de
Barthes para quien el placer era esencial en cualquier proceso crítico: pasar
de la lectura a la escritura y trazar, a partir de ello, las rutas de una
búsqueda de sentido. [2]
El propósito de estas
líneas es, pues, abrir un diálogo objetivo, razonado, pero también afectivo con
ambos poetas, y exponer brevemente cómo el orfebre trabajo de la forma en su
narrativa, logra sorprendernos desde diferentes esquinas.
Lo insólito en lo común
La fusión de los
géneros y la dilución de sus fronteras produce cierta ansiedad entre críticos y
libreros. ¿Dónde colocar los extraños textos de Casar y Morábito?
En su poesía, la
búsqueda verbal y estilística se da en un terreno llano, libre de accidentes y
asociaciones predecibles donde cualquier palabra queda expuesta a la implacable
luz del medio día. Esta claridad los obliga a la contundencia, a la exactitud en
el lenguaje, la economía figurativa y la desnudez retórica.
Sus obras en prosa,
sin duda, comparten estas características.
Obras híbridas, les
llaman algunos. Desde el punto de vista creativo, el nombre, la clasificación,
es intrascendente: la definición, como nos recuerda Wilde, debe seguir a la
obra, y nunca a la inversa.
Sin embargo, si hemos
de llamarlas de algún modo, (todo requiere su caja, hasta la de Fabio), las
singulares herramientas morabitianas, que han sido calificadas como
descripciones curiosas, viñetas, cuentos, ensayos, narraciones fantásticas, bien
podrían caber en una caja rotulada como: poemas en prosa. Quizás. A diferencia
de la “prosa poética” donde imperan las normas de la narrativa, un poema en
prosa se rige por las reglas de la lírica: es ante todo un poema[3],
no pretende contar una historia, no narra; exhibe, revela, conmueve. En este
sentido, las herramientas parecen
cumplir los parámetros de la clasificación.
En los Amaneceres del Husar puede advertirse,
desde las primeras frases, que no se trata de una novela convencional, pero
tampoco es una narración propiamente poética. Podríamos llamarla nouvelle o novela breve,
si nos referimos a su longitud. Lo cierto es que la novela es quizá el género
más flexible: en ella, bien acomodado, cabe todo a condición de narrar una
historia: una cadena de acciones estructurada, con personajes sólidamente
trazados. De esta manera, la obra de Casar, aún cuando rompe con los cánones de
las narraciones más conservadoras y el uso de los recursos formales es tan
excepcional como la historia misma, por la complejidad del personaje y el
desarrollo de la trama bien puede sustentar su lugar en el estante de las
novelas.
Pero toda
clasificación tiene mucho de cerca y ambos textos se resisten al confinamiento.
La prosa en ellos es puntual, exacta, de
breves y poderosas imágenes, directa, sin enroscamientos de la lengua. La
ironía es la bisagra de sus frases. Ambos evitan la prosa poética. Tal vez
porque su propia poesía avanza sobre los peldaños de lo habitual y saca brillo
a los escalones desgastados por donde todos transitan. Sus pisadas son firmes,
contundentes, construyen oraciones que, en un guiño sarcástico, cambian
sorpresivamente de rumbo.
Los dos parecen
escribir con la convicción de que no hay certezas en el mundo, sólo una cadena
de signos desmontable, un campo de juego ilimitado. Desde ahí, cada uno toma un
rumbo distinto. Morábito traslada a la narrativa la desnudez de su poesía, su
lucidez y laconismo, su obsesiva manera de trabajar con la palabra diaria como
herramienta. Casar lleva al extremo los juegos verbales que en sus poemas traza
con la reserva de la forma, y en sus Amaneceres
los despeña en la deconstrucción de la lengua.
Ambas obras, novela y
poemas, comparten así lo común y lo extraño: Morábito toma trece herramientas y
artículos, como la esponja, las tijeras, el resorte o el martillo, y las
convierte en algo insólito: seres autónomos que actúan y ejercen las más
diversas actitudes, miedos, obsesiones y rencores humanos. Casar en cambio,
parte de los lugares comunes de la lengua para narrar una situación inusitada,
como un Husar que, sin acento y sin ejército, se encuentra embarazado y se va
descubriendo a sí mismo en cada uno de sus amaneceres .
Ambos usan un lenguaje
claro, inmediato, evitan las imágenes obvias, las metáforas directas; su juego
es sustantivo: sacan filo a las palabras, a los objetos, a las ideas
rutinarias. En sus frases despojadas de recubrimientos adjetivales, corre su
agudo sentido del humor bajo una estética ascética, y algunas veces
laberíntica.
Morábito y sus objetos
En Caja de herramientas[4],
la irónica y original mirada con que Morábito observa los utensilios de uso
diario, nos descubre un universo anómalo y, paradójicamente, muy familiar;
disuelve el lugar habitual de los objetos y les da así vida propia, singular,
imposible y, sin embargo, precisa: cada cosa tiene su lugar, su propósito, su
ontológica existencia, su conflicto moral o ético, su poder. La caja que toda
sociedad guarda en sus instituciones, sus individuos, donde cada miembro tiene
funciones y características específicas que le dan una posición estratégica
dentro del conjunto. Unas más herméticas, otras más letales, algunas
receptivas, otras más serviles o sumisas, todas las herramientas cumplen su
misión con puntualidad.
Los humanos se ven en
ellas, y a su vez las manipulan, pero no necesariamente las dominan. Pareciera
que las herramientas, desde su pequeña pero enérgica figura, definen la
naturaleza de quien las toma: “Con un martillo en la mano, nuestro cuerpo
adquiere su tensión justa, una tensión clásica”.
El
lenguaje de Morábito es, como sus instrumentos, doméstico; su complejidad está
en las imágenes que nos develan, a través de personificaciones, alegorías,
metonimias, comparaciones, la encrespada vida de los objetos. Las
características físicas y los propios usos de herramientas como el martillo, la
escoba, el trapo y la lima, determinan esencias y comportamientos, actitudes y
destrezas de intrincados seres que trascienden su vocación de servicio y nos
revelan su verdadera y compleja naturaleza:
Así, una cuerda ahoga,
pero tiene aptitud de santa: “es la mano que siempre nos hace falta”. La
vocación decapitadota de la lima se dulcifica, se reviste de suave frotamiento
al no concentrase en un solo punto. Nos dice Morábito: obra por persuasión: su
poder está en sus punzadas débiles pero constantes, actúa “como un ejército de
hormigas”. El cuchillo, en cambio, ataca de frente, destierra, no mira para
atrás, su filo es un “carrusel de puntas” donde la última, la punta final “es
pura discordia…y su poder de herir le viene del enorme peso que a gatas,
magullado y disciplinado, ha encajonado en sí misma.”
Las tijeras, en
cambio, no agraden frontalmente, sino de manera oblicua, de perfil. Como el
frío, contraen y dividen: “se abren camino sin ruido, quirúrgicas, no arrasando
sino desmontando, quitando sucesivos muros de fondo”.
Son vengativas, rencorosas, sus dos filos se odian: son dos puñales calientes
obligados a unirse, a frotarse y calumniarse mutuamente. Pero en el fondo puede
advertirse un corazón bajo su dureza y así, queriéndolo o no, “forman un
niquelado matrimonio.”
En la caja de Morábito
también hay objetos taimados, que obran bajo la sombra, en el resquicio o la
hendidura. El aceite, por ejemplo, “es un agua turbada” que ha dado la vuelta al mundo y regresa pesada, llena de experiencia; es
líquido que carga un secreto y avanza sinuoso, contoneándose: su misión es ser
rápido mensajero, pero también abrazo, mixtura, comunión.
El tornillo es, quizá,
la herramienta más erótica de Morábito: no golpea, no impone su ley, como el
clavo, dialoga, va penetrando a través del roce “continuo, uniforme, como fuego
lento”. Pero “mas que penetrar se insinúa, se escurre hacia adentro… como una mano
que nos acaricia sin despegarse de nuestra piel para que no despertemos”.
Sin embargo, añora la fogosidad y contundencia del clavo: se le nota, nos
indica Morábito, “en su cabeza siempre partida en dos como una cara frustrada o
un corazón herido”.
La cuerda lleva
también melancolía:“es un “vórtice de hilos” casi imperceptibles, que se
agolpan en lo que parece ser “agua amordazada”, líquido palpable, hercúleo y,
sin embargo, invertebrado. “Es la descripción plástica de la renuncia más
ardua: la de respirar”.
Lo mismo nos dan la mano que nos cortan el aliento.
El trapo, la esponja y
el tubo pertenecen a otra estirpe: aquella definida por el líquido o sustancia
que guían, que retienen o purifican. Mientras en el tubo todo corre derechito y
sin tregua, “no tiene un rizo de ironía o de jocosidad”, “va lleno de domingo”, la esponja es
laberíntica, en ella el agua recobra pies y manos, juega en las ramificaciones
desordenadas de su cuerpo, su función no es atacar o defender, es evitar la
caída, “escudriñar a fondo un cuerpo” [.
Si la vocación de la esponja es filtrar,
la del trapo es pulir, devolver al objeto que frota o absorbe su estado
originario: “realza lo sustancial y pone en su debido lugar a lo secundario y
y adjetivo”.
Su misión es “sacar brillos específicos, esplendores locales y diminutos”. Pero
aunque el polvo nunca se acaba, “sólo se despeña”, el paso del trapo por las
cosas, los pisos, las casas, siempre nos reconforta.
La bolsa es cosa
aparte. Guarda los objetos y los protege del suelo, es una mano compuesta de
“manos entrelazadas en profundidad”. Sin propósito, la bolsa es un sedimento:
“el mínimo conductor de tribu”.
Así, cada objeto es
definido por Morábito en su esencia:
el cuchillo: es pura ida,
su punta:
pura discordia,
el aceite: un agua impura,
el martillo: pura proa,
la esponja: es dispersión pura
la cuerda: padecimiento puro,
el resorte: es rigor en estado puro,
la lima: pura estrechez.
El Husar, el
lugar común de Casar
En Amaneceres del Husar,[5] la prosa toma otro
rumbo. Casar juega con la polisemia del lenguaje, trastoca la sintaxis, corta
las frases, juega con la puntuación, el ritmo, sólo para regresar al punto
originario donde todo parece volver a su sitio, y sin embargo, el lugar deja de
ser común, y nos asombra. Esta obra nos lleva a reflexionar sobre nuestra
percepción y usos del lenguaje, nos revela los absurdos y maravillas del habla
cotidiana.
La novela narra los
diferentes encuentros de un husar (que así, sin acento, con rima y todo, es fácil inferir que se trata del propio Casar)
cuya verdadera misión está en la Academia (que bien podría ser la UNAM) donde
enseña táctica (es decir, poesía) y no estrategia (o sea, narrativa); sus
batallas son las que libra consigo mismo y, de vez en cuando, con el prójimo
más próximo, como la Susodicha. Un día, de buenas a primeras, el husar amanece
embarazado. A partir de entonces, en sus amaneceres, va descubriendo el
progresivo abultamiento de su vientre, y al husarcito que le va creciendo como
otro yo en su interior.
La maestría y gran
sentido del humor con que narra y disfraza las aventuras del husar-casar se
observa desde el inicio. El primer capítulo describe el encuentro del personaje
con el General, quien es nada menos que Julio Cortázar, durante su visita al
Coso de la Academia, es decir, al auditorio Che Guevara de la Facultad de
Filosofía y Letras de la UNAM. La presentación es coordinada por el Coronel
Aguilar, quien por el apellido, es fácil deducir que se trata del escritor y
amigo cercado de Casar, Gonzalo Celorio,
cuya novela Amor propio tiene
como héroe a un Aguilar.
Todos los personajes
son hombres y mujeres reales trazados en afectivas o despiadadas caricaturas
que van desde los nombres: el Intendente, el “repentino y brutal desconocido”,
la Lugarteniente, el Adelantado o la Susodicha.
Estructurada en dos
planos, uno interior, establecido por los siete meses de gestación, y otro
exterior, determinado por los encuentros del personaje con el mundo, esta
extraordinaria y, sin embargo, simple historia, es el pretexto para que el
autor despliegue sus mejores armas verbales. Eduardo Casar, hace uso de cuanto
recurso literario, y no literario, le permite desatornillar las expectativas
del lector y sacarle una risa franca. Así, entre dichos populares, albures,
citas textuales, alusiones académicas y autorreferencias, transcurren los Amaneceres del husar. A lo largo del
texto, uno encuentra desde paráfrasis de los propios poemas de Casar como:
“Algo le duele al Husar, basta mirarle las orillas” (Algo le duele al mar,
basta mirarle las orillas) hasta citas transformadas como parte de la acción:
“finge el calor del lodo su emoción de sustancia adolorida, y apoyado el Husar
en una línea de Muerte sin fin que no
recuerda, abre la boca”; o bien juega con las ideas y nombres de escritores y filósofos: “’antes de
ser hijo de la madera, el fuego es el hijo del hombre’ como dirá siglos más
tarde gastoncito en su graduación de bachelard”.
Las referencias y
múltiples significados de las palabras son su mayor recurso. Como ocurre cuando
el personaje se pone una corbata y quiere entrar a Bellas Artes en una misión
encomendada por el Coronel Aguilar: “… el husar se llegó muy reflexivamente al
Palacio de Bellas Artes. Claro que no lo dejaron entrar: vendría muy guapo pero
no muy bello, tendría sus mañas pero no sus artes, sería muy juan ramón, pero
no jiménez”
Al inicio del
capítulo “Encuentro con la posición”,
que desde el título nos anuncia un doble sentido, Casar, muy Góngora de su
parte (diría él mismo), dislocando el natural orden sintáctico, describe en
hipérbaton la entrada del husar y su amigo al célebre y tristemente
desaparecido Bar León:
“A emborracharse entraron y llegado que hubieron al
umbral que fluorescentes verdes barleonaban, y ya traspuesto éste, el Coronel
Aguilar y el Husar se dieron a la tarea de acomodarse”.
El uso de dilogías en
la obra es muy frecuente, como ocurre cuando el personaje se cuestiona ¿quién
soy? y el narrador nos expone su disertación:
“Por principio
descartó la posibilidad de ser él mismo.
Luego descartó la
posibilidad de ser el mismo.
Luego él mismo
descartó la posibilidad.”
El texto está poblado
de paronomasias como “para cavarla de molar”; o “Colgó. Y se dio por ser vivo”.
Las comparaciones o símiles aunque obvias, sorprenden:
“El Husar se mesó la barba y sintió que la tenía
crecida como el Grijalva en época de lluvias”. O bien, “Le cayó una depresión
que podíamos calificar como del 29”.
El uso de la
puntuación no sólo marca el ritmo del texto, es una herramienta fundamental con
la que Casar enfatiza la flexibilidad del lenguaje y la ambigúedad de las
palabras:
“El día estaba,
claro.”
“Un día el Husar se encontraba.
Pero otro no.”
La literalidad es otro
elemento sustancial en la construcción de paradojas: En el microbús, el Húsar
le pregunta a la anciana que, al verlo embarazado, le ha cedido su asiento:
“¿Le llevo sus cosas?
Sí, le
dijo la viejita, entregándole dos divorcios, un hijo muerto, un chevrolet azul
modelo 47, una noche en la azotea de un hotel en Puerto Vallarta, una nieta
violinista, la Historia general de México
en dos tomos…”
Y para terminar con
los ejemplos, uno que, a estas alturas
de la charla, bien se me podría aplicar:
“Llegaba un momento en que el Husar debía
callarse y ese momento sucedía casi siempre cuando hablaba.”
Así los Amaneceres… nos van despertando la
modorra del lenguaje mientras el Husar-Casar nos apura y nos advierte que “el
tiempo es más veloz que la pluma y la espada juntas”.
No obstante, pese a su
consciente intención de llevar el leguaje lejos de la poesía, Casar no resiste
la tentación y escribe frases como ésta: “La mudez del Husar dibujó un remolino
en medio del sonido de la orquesta enhebrado por la aguja de la flauta”.
Y precisamente en la brevedad efectista de sus oraciones, la precisión y
originalidad en el uso de las figuras retóricas, en el ritmo de las frases, se
puede apreciar el inexorable sino poético de quien escribe.
Las mayores huellas
que un escritor deja en otro tal vez son el permiso, la lucidez y el asombro:
Morábito y Casar, en sus obras, enseñan a ser irreverentes, a romper las
reglas, los espacios consignados, a invadir territorios y jugar con los
equívocos y la sinuosidad de la lengua.
[1] R.
Barthes, El placer del texto. p. 46
[2] Cfr. R.
Barthes, El placer del texto.
[3] Cfr.
José Ignacio Helguera, Antología del
poema en prosa en México, FCE, México, 1999
[5] Eduardo Casar, Amaneceres del Husar, Alfaguara, México, 1997.