martes, 15 de abril de 2014

Los extraños textos de Fabio Morábito y Eduardo Casar





Mónica Sánchez Escuer


No siempre resultan felices las obras narrativas realizadas por poetas o la poesía hecha por narradores. Sin embargo, en escritores notables, el tránsito de un género a otro siempre resulta enriquecedor en ambos espacios: del que se parte y al que se llega. Este tránsito muchas veces origina maravillosas piezas de orfebrería, textos extraños, imposibles, que bien pudieran situarse en el difícil estante de lo innombrable.

A éstas pertenecen Caja de herramientas de Fabio Morábito y Amaneceres del Husar de Eduardo Casar.
Ambos libros me “eligieron” hace tiempo bajo la premisa barthesiana, me “desearon” “por una disposición de pantallas invisibles, de seleccionadas sutilezas: el vocabulario, las referencias, la legibilidad.”[1]
Más que crítica, ésta intenta ser una mirada desde la creación, una lectura de goce a la manera de Barthes para quien el placer era esencial en cualquier proceso crítico: pasar de la lectura a la escritura y trazar, a partir de ello, las rutas de una búsqueda de sentido. [2]
El propósito de estas líneas es, pues, abrir un diálogo objetivo, razonado, pero también afectivo con ambos poetas, y exponer brevemente cómo el orfebre trabajo de la forma en su narrativa, logra sorprendernos desde diferentes esquinas.


Lo insólito en lo común

La fusión de los géneros y la dilución de sus fronteras produce cierta ansiedad entre críticos y libreros. ¿Dónde colocar los extraños textos de Casar y Morábito?
En su poesía, la búsqueda verbal y estilística se da en un terreno llano, libre de accidentes y asociaciones predecibles donde cualquier palabra queda expuesta a la implacable luz del medio día. Esta claridad los obliga a la contundencia, a la exactitud en el lenguaje, la economía figurativa y la desnudez retórica.
Sus obras en prosa, sin duda, comparten estas características.
Obras híbridas, les llaman algunos. Desde el punto de vista creativo, el nombre, la clasificación, es intrascendente: la definición, como nos recuerda Wilde, debe seguir a la obra, y nunca a la inversa.
Sin embargo, si hemos de llamarlas de algún modo, (todo requiere su caja, hasta la de Fabio), las singulares herramientas morabitianas, que han sido calificadas como descripciones curiosas, viñetas, cuentos, ensayos, narraciones fantásticas, bien podrían caber en una caja rotulada como: poemas en prosa. Quizás. A diferencia de la “prosa poética” donde imperan las normas de la narrativa, un poema en prosa se rige por las reglas de la lírica: es ante todo un poema[3], no pretende contar una historia, no narra; exhibe, revela, conmueve. En este sentido, las herramientas parecen cumplir los parámetros de la clasificación.
En los Amaneceres del Husar puede advertirse, desde las primeras frases, que no se trata de una novela convencional, pero tampoco es una narración propiamente poética. Podríamos llamarla nouvelle o novela breve, si nos referimos a su longitud. Lo cierto es que la novela es quizá el género más flexible: en ella, bien acomodado, cabe todo a condición de narrar una historia: una cadena de acciones estructurada, con personajes sólidamente trazados. De esta manera, la obra de Casar, aún cuando rompe con los cánones de las narraciones más conservadoras y el uso de los recursos formales es tan excepcional como la historia misma, por la complejidad del personaje y el desarrollo de la trama bien puede sustentar su lugar en el estante de las novelas.
Pero toda clasificación tiene mucho de cerca y ambos textos se resisten al confinamiento.
 La prosa en ellos es puntual, exacta, de breves y poderosas imágenes, directa, sin enroscamientos de la lengua. La ironía es la bisagra de sus frases. Ambos evitan la prosa poética. Tal vez porque su propia poesía avanza sobre los peldaños de lo habitual y saca brillo a los escalones desgastados por donde todos transitan. Sus pisadas son firmes, contundentes, construyen oraciones que, en un guiño sarcástico, cambian sorpresivamente de rumbo.
Los dos parecen escribir con la convicción de que no hay certezas en el mundo, sólo una cadena de signos desmontable, un campo de juego ilimitado. Desde ahí, cada uno toma un rumbo distinto. Morábito traslada a la narrativa la desnudez de su poesía, su lucidez y laconismo, su obsesiva manera de trabajar con la palabra diaria como herramienta. Casar lleva al extremo los juegos verbales que en sus poemas traza con la reserva de la forma, y en sus Amaneceres los despeña en la deconstrucción de la lengua.
Ambas obras, novela y poemas, comparten así lo común y lo extraño: Morábito toma trece herramientas y artículos, como la esponja, las tijeras, el resorte o el martillo, y las convierte en algo insólito: seres autónomos que actúan y ejercen las más diversas actitudes, miedos, obsesiones y rencores humanos. Casar en cambio, parte de los lugares comunes de la lengua para narrar una situación inusitada, como un Husar que, sin acento y sin ejército, se encuentra embarazado y se va descubriendo a sí mismo en cada uno de sus amaneceres .
Ambos usan un lenguaje claro, inmediato, evitan las imágenes obvias, las metáforas directas; su juego es sustantivo: sacan filo a las palabras, a los objetos, a las ideas rutinarias. En sus frases despojadas de recubrimientos adjetivales, corre su agudo sentido del humor bajo una estética ascética, y algunas veces laberíntica.


Morábito y sus objetos

En Caja de herramientas[4], la irónica y original mirada con que Morábito observa los utensilios de uso diario, nos descubre un universo anómalo y, paradójicamente, muy familiar; disuelve el lugar habitual de los objetos y les da así vida propia, singular, imposible y, sin embargo, precisa: cada cosa tiene su lugar, su propósito, su ontológica existencia, su conflicto moral o ético, su poder. La caja que toda sociedad guarda en sus instituciones, sus individuos, donde cada miembro tiene funciones y características específicas que le dan una posición estratégica dentro del conjunto. Unas más herméticas, otras más letales, algunas receptivas, otras más serviles o sumisas, todas las herramientas cumplen su misión con puntualidad.
Los humanos se ven en ellas, y a su vez las manipulan, pero no necesariamente las dominan. Pareciera que las herramientas, desde su pequeña pero enérgica figura, definen la naturaleza de quien las toma: “Con un martillo en la mano, nuestro cuerpo adquiere su tensión justa, una tensión clásica”.
            El lenguaje de Morábito es, como sus instrumentos, doméstico; su complejidad está en las imágenes que nos develan, a través de personificaciones, alegorías, metonimias, comparaciones, la encrespada vida de los objetos. Las características físicas y los propios usos de herramientas como el martillo, la escoba, el trapo y la lima, determinan esencias y comportamientos, actitudes y destrezas de intrincados seres que trascienden su vocación de servicio y nos revelan su verdadera y compleja naturaleza:
Así, una cuerda ahoga, pero tiene aptitud de santa: “es la mano que siempre nos hace falta”. La vocación decapitadota de la lima se dulcifica, se reviste de suave frotamiento al no concentrase en un solo punto. Nos dice Morábito: obra por persuasión: su poder está en sus punzadas débiles pero constantes, actúa “como un ejército de hormigas”. El cuchillo, en cambio, ataca de frente, destierra, no mira para atrás, su filo es un “carrusel de puntas” donde la última, la punta final “es pura discordia…y su poder de herir le viene del enorme peso que a gatas, magullado y disciplinado, ha encajonado en sí misma.”
Las tijeras, en cambio, no agraden frontalmente, sino de manera oblicua, de perfil. Como el frío, contraen y dividen: “se abren camino sin ruido, quirúrgicas, no arrasando sino desmontando, quitando sucesivos muros de fondo”. Son vengativas, rencorosas, sus dos filos se odian: son dos puñales calientes obligados a unirse, a frotarse y calumniarse mutuamente. Pero en el fondo puede advertirse un corazón bajo su dureza y así, queriéndolo o no, “forman un niquelado matrimonio.
En la caja de Morábito también hay objetos taimados, que obran bajo la sombra, en el resquicio o la hendidura. El aceite, por ejemplo, “es un agua turbada” que ha dado la vuelta al mundo y regresa pesada, llena de experiencia; es líquido que carga un secreto y avanza sinuoso, contoneándose: su misión es ser rápido mensajero, pero también abrazo, mixtura, comunión.
El tornillo es, quizá, la herramienta más erótica de Morábito: no golpea, no impone su ley, como el clavo, dialoga, va penetrando a través del roce “continuo, uniforme, como fuego lento”. Pero “mas que penetrar se insinúa, se escurre hacia adentro… como una mano que nos acaricia sin despegarse de nuestra piel para que no despertemos”. Sin embargo, añora la fogosidad y contundencia del clavo: se le nota, nos indica Morábito, “en su cabeza siempre partida en dos como una cara frustrada o un corazón herido”.
La cuerda lleva también melancolía:“es un “vórtice de hilos” casi imperceptibles, que se agolpan en lo que parece ser “agua amordazada”, líquido palpable, hercúleo y, sin embargo, invertebrado. “Es la descripción plástica de la renuncia más ardua: la de respirar”. Lo mismo nos dan la mano que nos cortan el aliento.
El trapo, la esponja y el tubo pertenecen a otra estirpe: aquella definida por el líquido o sustancia que guían, que retienen o purifican. Mientras en el tubo todo corre derechito y sin tregua, “no tiene un rizo de ironía o de jocosidad”,  “va lleno de domingo”, la esponja es laberíntica, en ella el agua recobra pies y manos, juega en las ramificaciones desordenadas de su cuerpo, su función no es atacar o defender, es evitar la caída, “escudriñar a fondo un cuerpo” [. Si la vocación de la esponja  es filtrar, la del trapo es pulir, devolver al objeto que frota o absorbe su estado originario: “realza lo sustancial y pone en su debido lugar a lo secundario y
y adjetivo”. Su misión es “sacar brillos específicos, esplendores locales y diminutos”. Pero aunque el polvo nunca se acaba, “sólo se despeña”, el paso del trapo por las cosas, los pisos, las casas, siempre nos reconforta.
La bolsa es cosa aparte. Guarda los objetos y los protege del suelo, es una mano compuesta de “manos entrelazadas en profundidad”. Sin propósito, la bolsa es un sedimento: “el mínimo conductor de tribu”.
Así, cada objeto es definido por Morábito en su esencia:
el cuchillo: es pura ida,
su punta:  pura discordia,
el aceite: un agua impura,
el martillo: pura proa,
la esponja: es dispersión pura
la cuerda: padecimiento puro,
el resorte: es rigor en estado puro,
la lima: pura estrechez.


El Husar, el lugar común de Casar

En Amaneceres del Husar,[5] la prosa toma otro rumbo. Casar juega con la polisemia del lenguaje, trastoca la sintaxis, corta las frases, juega con la puntuación, el ritmo, sólo para regresar al punto originario donde todo parece volver a su sitio, y sin embargo, el lugar deja de ser común, y nos asombra. Esta obra nos lleva a reflexionar sobre nuestra percepción y usos del lenguaje, nos revela los absurdos y maravillas del habla cotidiana.

La novela narra los diferentes encuentros de un husar (que así, sin acento, con rima y todo, es fácil inferir que se trata del propio Casar) cuya verdadera misión está en la Academia (que bien podría ser la UNAM) donde enseña táctica (es decir, poesía) y no estrategia (o sea, narrativa); sus batallas son las que libra consigo mismo y, de vez en cuando, con el prójimo más próximo, como la Susodicha. Un día, de buenas a primeras, el husar amanece embarazado. A partir de entonces, en sus amaneceres, va descubriendo el progresivo abultamiento de su vientre, y al husarcito que le va creciendo como otro yo en su interior.
La maestría y gran sentido del humor con que narra y disfraza las aventuras del husar-casar se observa desde el inicio. El primer capítulo describe el encuentro del personaje con el General, quien es nada menos que Julio Cortázar, durante su visita al Coso de la Academia, es decir, al auditorio Che Guevara de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. La presentación es coordinada por el Coronel Aguilar, quien por el apellido, es fácil deducir que se trata del escritor y amigo cercado de Casar, Gonzalo Celorio,  cuya novela Amor propio tiene como héroe a un Aguilar.
Todos los personajes son hombres y mujeres reales trazados en afectivas o despiadadas caricaturas que van desde los nombres: el Intendente, el “repentino y brutal desconocido”, la Lugarteniente, el Adelantado o la Susodicha.
Estructurada en dos planos, uno interior, establecido por los siete meses de gestación, y otro exterior, determinado por los encuentros del personaje con el mundo, esta extraordinaria y, sin embargo, simple historia, es el pretexto para que el autor despliegue sus mejores armas verbales. Eduardo Casar, hace uso de cuanto recurso literario, y no literario, le permite desatornillar las expectativas del lector y sacarle una risa franca. Así, entre dichos populares, albures, citas textuales, alusiones académicas y autorreferencias, transcurren los Amaneceres del husar. A lo largo del texto, uno encuentra desde paráfrasis de los propios poemas de Casar como: “Algo le duele al Husar, basta mirarle las orillas” (Algo le duele al mar, basta mirarle las orillas) hasta citas transformadas como parte de la acción: “finge el calor del lodo su emoción de sustancia adolorida, y apoyado el Husar en una línea de Muerte sin fin que no recuerda, abre la boca”; o bien juega con las ideas y  nombres de escritores y filósofos: “’antes de ser hijo de la madera, el fuego es el hijo del hombre’ como dirá siglos más tarde gastoncito en su graduación de bachelard”.
Las referencias y múltiples significados de las palabras son su mayor recurso. Como ocurre cuando el personaje se pone una corbata y quiere entrar a Bellas Artes en una misión encomendada por el Coronel Aguilar: “… el husar se llegó muy reflexivamente al Palacio de Bellas Artes. Claro que no lo dejaron entrar: vendría muy guapo pero no muy bello, tendría sus mañas pero no sus artes, sería muy juan ramón, pero no jiménez”
Al inicio del capítulo  “Encuentro con la posición”, que desde el título nos anuncia un doble sentido, Casar, muy Góngora de su parte (diría él mismo), dislocando el natural orden sintáctico, describe en hipérbaton la entrada del husar y su amigo al célebre y tristemente desaparecido Bar León:

“A emborracharse entraron y llegado que hubieron al umbral que fluorescentes verdes barleonaban, y ya traspuesto éste, el Coronel Aguilar y el Husar se dieron a la tarea de acomodarse”.

El uso de dilogías en la obra es muy frecuente, como ocurre cuando el personaje se cuestiona ¿quién soy? y el narrador nos expone su disertación:

“Por principio descartó la posibilidad de ser él mismo.
Luego descartó la posibilidad de ser el mismo.
Luego él mismo descartó la posibilidad.”

El texto está poblado de paronomasias como “para cavarla de molar”; o “Colgó. Y se dio por ser vivo”. Las comparaciones o símiles aunque obvias, sorprenden:

“El Husar se mesó la barba y sintió que la tenía crecida como el Grijalva en época de lluvias”. O bien, “Le cayó una depresión que podíamos calificar como del 29”.

El uso de la puntuación no sólo marca el ritmo del texto, es una herramienta fundamental con la que Casar enfatiza la flexibilidad del lenguaje y la ambigúedad de las palabras:

“El día estaba, claro.”
 “Un día el Husar se encontraba.
 Pero otro no.”

La literalidad es otro elemento sustancial en la construcción de paradojas: En el microbús, el Húsar le pregunta a la anciana que, al verlo embarazado, le ha cedido su asiento:
¿Le llevo sus cosas?
 Sí, le dijo la viejita, entregándole dos divorcios, un hijo muerto, un chevrolet azul modelo 47, una noche en la azotea de un hotel en Puerto Vallarta, una nieta violinista, la Historia general de México en dos tomos…”

Y para terminar con los ejemplos, uno que,  a estas alturas de la charla, bien se me podría aplicar:

“Llegaba un momento en que el Husar debía callarse y ese momento sucedía casi siempre cuando hablaba.”

Así los Amaneceres… nos van despertando la modorra del lenguaje mientras el Husar-Casar nos apura y nos advierte que “el tiempo es más veloz que la pluma y la espada juntas”.
No obstante, pese a su consciente intención de llevar el leguaje lejos de la poesía, Casar no resiste la tentación y escribe frases como ésta: “La mudez del Husar dibujó un remolino en medio del sonido de la orquesta enhebrado por la aguja de la flauta”. Y precisamente en la brevedad efectista de sus oraciones, la precisión y originalidad en el uso de las figuras retóricas, en el ritmo de las frases, se puede apreciar el inexorable sino poético de quien escribe.
Las mayores huellas que un escritor deja en otro tal vez son el permiso, la lucidez y el asombro: Morábito y Casar, en sus obras, enseñan a ser irreverentes, a romper las reglas, los espacios consignados, a invadir territorios y jugar con los equívocos y la sinuosidad de la lengua.



[1] R. Barthes, El placer del texto. p. 46
[2] Cfr. R. Barthes, El placer del texto.
[3] Cfr. José Ignacio Helguera, Antología del poema en prosa en México, FCE, México, 1999
[4]  Fabio Morábito, Caja de herramientas. FCE, México, 1994.  p. 82
[5] Eduardo Casar, Amaneceres del Husar, Alfaguara, México, 1997.


lunes, 28 de febrero de 2011

Seguridad

Ficciones fotográficas de Luis Aguilar


© Luis Aguilar


Cada vez hay más gente que aplaude el sacrificio
de la justicia en los altares de la seguridad
Eduardo Galeano

Luis Aguilar recrea escenas de un futuro posible con los escombros del presente. Fotografía el vacío, la ruina, el deterioro de los espacios privados que el abandono convierte en baños públicos, en refugios de cascajo, de plantas y muebles necios, de personas hechas polvo.

Y ahí donde no hay casi nada, donde no pasa más que el tiempo y su devastadora mordida, Luis, orwelliano, coloca digitalmente cámaras de seguridad que todo lo ven, lo vigilan. Ojos que observan el mundo ya de piedra, devastado, donde lo único que permanece es la paranoia y sus máquinas intactas: cámaras del miedo que registran la historia del derrumbe.

Y uno puede ver en sus imágenes cómo el tiempo se ha comido los muros, los techos, los marcos de las ventanas, los sillones y objetos que alguien dejó como si esperara regresar. Uno descubre la estoica herrería que mantiene su inútil y sólida estructura en una casa sin puertas. Una escalera que exhibe la elegancia de un pasado remoto en su barandal de hierro. Una tina como sucio testigo de que alguna vez alguien ahí fue pulcro. Espacios reales en ficticia vigilancia habitados por seres invisibles, esos que nadie quiere ver, los que protegen su pudor con cartón y láminas, los que hacen de un autobús escolar su parada permanente. 

Y ahí donde una vez nació y creció libre, a la naturaleza le gusta regresar, adueñarse de esa tierra que fue suya: y se monta en los muros, los traga, echa raíces, invade losetas y pisos transformando el paisaje. Desiertos del futuro, los llama el artista:

“Combinando la fotografía análoga y la edición digital, revivo una intriga tecnológica y metafísica que enmarca la intervención humana como escena de ciencia ficción, evidencia siniestra de un planeta que cambia rápidamente.”

Luis Aguilar pone el ojo en la yaga: sus imágenes exhiben el absurdo de una sociedad temerosa de sí misma que confunde la seguridad con la custodia y la justicia con el castigo, que transgrede los espacios íntimos en nombre del orden público. Una sociedad que teme al vacío tanto como a las aglomeraciones; que, ciega, necesita verlo todo, registrarlo todo: vigilar para castigar. Pero al asomarnos a su universo fotográfico uno se pregunta ¿qué mayor castigo puede haber que el desolado paisaje de una habitación sin techo? 

© Luis Aguilar


jueves, 27 de enero de 2011

Construcciones sobre el ojo

© Edgar Ladrón de Guevara
1



En este pequeño cráter cabe el orbe entero. Algo en sus bordes da vértigo, perturba. Parece un hoyo negro en medio de la carne. Un grito mudo. Tal vez es la boca del ojo, la fuente de todas sus tristezas. O quizá el sexo abierto de un cuerpo que espera. Es todo lo que podemos ver, lo que imaginamos, lo que nunca habíamos visto.

Tomar una fotografía es resaltar un instante o un detalle que para otros ha pasado de largo, ese doblez en la vieja cortina de un teatro, o los pliegues de la sombra cayendo como lluvia sobre un muro rugoso. Pero lo cierto es que en la fotografía, aunque nos muestra un trozo de realidad, hay siempre invención: el fotógrafo descubre y en su encuadre compone. Vemos lo que él nos muestra, lo que su ojo busca y, al encontrar, construye. El encuentro con el instante, con el detalle, nunca es totalmente fortuito; y Edgar Ladrón de Guevara lo sabe de sobra, por eso no sale a las calles a cazar arrugas en el asfalto ni a buscar atardeceres en los rostros del metro. No, Edgar nos muestra que cada ojo crea sus propios universos, que no hay azar ni fortuna en la mirada, sólo, tal vez, como decía Stravinsky, el “presagio de un descubrimiento”. No le interesan retratos ni líneas que sean límites: los ojos que construye no tienen contornos, se expanden o compactan, se pulverizan como tierra en la ventisca.
© Edgar Ladrón de Guevara

2

A punto del beso, o quizá del sueño, un pensamiento dulce cierra el ojo. No se ve mucho más, sólo el trazo de pestañas muy juntas y el montículo que guarda la esfera ocular con su cámara minúscula. La piel terrosa del párpado es la manta de ese ojo, casi dormido que, sospechamos, algo mira por dentro. Y nosotros no podemos dejar de observarlo. Algo en él nos seduce. Tal vez lo que nos oculta: su transparencia, el color y la opacidad de sus deseos. Este ojo tiene esa belleza peculiar de los momentos amorosos, ese misterio que crece en toda entrega. No sabemos cómo, al verlo, sentimos su respiración, el ritmo suave de sus afectos. Y esa es una de las mayores cualidades de Ladrón de Guevara: en cada una de sus piezas podemos percibir el ritmo de un instante, descifrarlo como frase de un poema sinfónico. Porque él no piensa en imágenes aisladas, crea lienzos completos engarzando piezas que narran distintos latidos de la vida. Estos ojos, sembrados en línea, son eso, un poema sinfónico, parece que inspirado en una pesadilla. Dice que una noche soñó extrañas figuras que lo acechaban, no podía distinguir sus elementos pero sabía que eran ojos. Así nació la idea de formar esta instalación de pestañas, lacrimales, párpados. Fotografías antifotográficas, unas veces explícitas, otras, tan abstractas que apenas si reconocemos en ellas algo humano. Ojos a detalle que Ladrón de Guevara fue construyendo, tratando con diferentes colores buscando en cada uno su tono vital, su textura anímica. A veces es obvio lo que mira, lo que nos mira, otras nos extiende indescifrables mapas de sombras, agujeros negros donde caer.



viernes, 7 de agosto de 2009

Dormir en tierra de Revueltas


Las historias de José Revueltas desentierran muertos y vivos que ya han muerto sin saberlo, que rasgan las páginas con su áspera presencia y. al leerlos, nos raspan el aliento.

La realidad es observada desde la aguda lente de un instigador de conciencias. Y, sin embargo, en la mirada literaria de Revueltas, no se advierte el movimiento ondulatorio de alguna bandera ideológica. Sólo, eso sí, su descarnado desencanto ante una sociedad sin respuestas, y lo que es aún peor, sin preguntas. La angustia, la soledad, la desesperanza y la brutal impotencia son sentimientos comunes en sus personajes atravesados por las paradojas de la existencia.

El universo literario de Revueltas es amplio, nunca circunscrito a las fronteras nacionales porque no hay patriotismos en el dolor humano. Escenarios tan diversos como un pantano en Oriente, una ciudad europea ocupada por los nazis, un puerto, o cualquier pueblo mexicano, son el marco narrativo donde el lenguaje es no sólo vehículo sino protagonista de la relación del hombre con todas sus muertes: la muerte del sueño, esa lenta, acallada agonía de morir viviendo; la muerte del tiempo, cuando los relojes ya no marcan la diferencia entre el día y la noche; las muertes del cuerpo; la muerte de la muerte.

Claro, preciso, Revueltas se revela ante las metáforas fáciles y encuentra una vía muy particular de enfrentar el lenguaje con el mundo -y de enfrentarse al mundo con él-. Metonimias, oposiciones inusitadas, frases que refuerzan el sórdido ambiente y que, no obstante, podrían, por su implacable y extraña belleza, formar parte de algún texto diametralmente distinto a los que su punzante pluma nos acostumbró. El lenguaje de Revueltas es directo, lacónico, hiriente y, sin embargo, poético.

Los cuentos de Dormir en tierra no siguen una línea recta; recorren curvas pronunciadas, precipicios, saltan de un camino a otro, cruzan en segundos la eternidad torciendo las flechas del tiempo.

Prostitutas, viudas, niñas malditas, mujeres víctima, no son nunca comunes y corrientes; prodigiosas en el arte de la inocencia, unas; atroces maestras en los dulces guiños del extravío, otras. Las mujeres son las protagonistas, aún detrás de la cortina; delante del moribundo: “su hermana le tocó la frente con la mano húmeda”; la joven muerta, las hermanas enemigas, la vieja Aquilina, la mujer que llevó al marinero a dormir en tierra. Todas en el centro de las páginas trazadas con una mano adolorida.

La muerte, el lenguaje y la tierra son los vértices del raro triángulo que atraviesa cada una de estas insólitas narraciones. La tierra como puerto seguro, paraíso perdido, arena firme, es sólo búsqueda, horizonte imposible; pero es, sobre todo, tumba de esperanzas y de sueños. Las palabras que se dicen, las que se callan o no se escuchan, y aquellas que no se saben pronunciar, van tejiendo nudos en los personajes hasta desterrarlos del lenguaje. La muerte surca todos los argumentos con la presencia invariable de algún difunto, un moribundo o algún cuerpo inerte que determina el fatal o crudo desenlace de las historias.

Revueltas, en sus páginas, permanece como uno de tantos sabios esqueletos que nos miran desde las entrañas del suelo y nos invitan a dormir en tierra.
© Mónica Sánchez Escuer

miércoles, 5 de agosto de 2009

Las cinco obsesiones de Italo Calvino


Italo Calvino escribe cortando el papel: su afilada escritura muestra el rigor de quien busca obsesivamente el equilibrio en las palabras, en las ideas, en las historias; ese difícil punto donde la balanza sostiene, sin inclinación alguna, al arte y a la ciencia, a la razón y al sentimiento, a la profundidad y a la transparencia.

En Seis propuestas para el próximo milenio, Calvino reflexiona sobre el quehacer literario desde las inquietudes de su propia pluma: se ensaya a sí mismo desde el pensamiento hacia la palabra donde encuentra su refugio, esa “zona de orden”[1] en medio de la entropía del universo que le permite construir, con precisión y sutileza, sus mundos, sus Ciudades invisibles. Calvino se ensaya descifrando a otros a través de su propia búsqueda, explicándolos y explicándose a partir de las cualidades que le son “particularmente caras”[2] en su oficio de escritor y que, sin embargo, son ya seña inequívoca de su literatura: levedad, rapidez, exactitud, visibilidad y multiplicidad.

Estos valores o especificidades de la literatura no son sino el reflejo de esa exigencia por hallar la estructura perfecta, equilibrada, capaz de expresar claramente los complejos entramados de alguna historia imprescindible. Y en ese discurrir entre cita y cita, eludiendo definiciones y caminos rectos, Calvino encuentra la forma más propicia de exponer las delgadas fronteras que separan a estas cualidades de sus opuestos.

Cuando habla de levedad en la escritura lo hace desde el peso, y así nos invita a elevar el lenguaje a “un campo de impulsos magnéticos” donde las palabras -y las historias detrás de las palabras- se deslicen sutiles pero vivas, con la fuerza del aire en movimiento.

Levedad en las imágenes, en el lenguaje y en lo que éste sugiere, lo dicho y lo no dicho, incorporar elementos sutiles e imperceptibles en las descripciones y razonamientos. Exponer la gravedad sin peso, como en Cavalcanti, Cervantes o Shakespeare, donde el drama se disuelve, se aligera, entre la melancolía y el humorismo. Ante la opacidad de este mundo light, donde el verdadero peso está en las ligerezas y los lugares comunes, en la escritura espesa de quienes intentan hallar “lo concreto de las cosas, de los cuerpos, de las sensaciones”[3], Calvino propone despojarnos de esta carga con un lenguaje puntual, capaz de suprimir la densidad de la ambigüedad.“La levedad para mí, nos dice, se asocia con la precisión y la determinación, no con la vaguedad y el abandono al azar.”[4]

Este es el principio de su círculo perfecto: levedad es precisión, claridad, exactitud; exactitud es rapidez, economía en el lenguaje, puntualidad temporal y rítmica, visualización del horizonte; visibilidad es observación atenta del mundo, verbalización del pensamiento y la imaginación múltiple; y multiplicidad es la visión plural donde se entretejen las historias posibles.

Cuando se refiere a la rapidez no lo hace en términos de “aceleración” y, en este sentido, la lentitud no es necesariamente excluyente de esta característica: “el tiempo narrativo puede ser también retardador, o cíclico, o inmóvil. ...el relato es una operación sobre la duración, un encantamiento que obra sobre el transcurrir del tiempo, contrayéndolo o dilatándolo”. Es más un problema de ritmo que de velocidad, del ritmo de los sucesos y de la lógica con que son narrados. “En las narraciones en prosa hay acontecimientos que riman entre sí” y la eficacia del relato estriba en que los hechos se sucedan como rimas en un poema.[5]

Pero la rapidez es sobre todo economía verbal, concisión, exactitud. Y sin embargo, no se contrapone a la digresión: “Rapidez de estilo y de pensamiento quiere decir sobre todo agilidad, movilidad, desenvoltura,”[6] cualidades que pueden llevar a una escritura nerviosa, que salte de un lado a otro, que multiplique el tiempo “como estrategia para aplazar la conclusión”. Pero siempre sostenida por la columna que atraviesa todos los demás valores: la precisión; porque la prosa, como la poesía, debe ser “búsqueda de una expresión necesaria, única, densa, concisa, memorable”.[7]

Así, Calvino expresa la necesaria complementariedad de dos características fundamentales para el escritor: el espíritu mercurial, leve, aéreo, desenvuelto, ágil; y el espíritu de Vulcano, introspectivo, concentrado, metódico. “La concentración y la craftmanship de Vulcano son las condiciones necesarias para escribir las aventuras y las metamorfosis de Mercurio. La movilidad y rapidez de Mercurio son las condiciones necesarias para que los esfuerzos interminables de Vulcano sean portadores de significado”[8].

La exactitud es el eje sobre el que giran las otras cualidades que Calvino aprecia y persigue como aspiración obsesiva y que él justamente simboliza, tomada de la mitología egipcia, con la diosa de la balanza: Maat. Que el escritor italiano haya nacido bajo el signo de Libra, que este capítulo se encuentre a mitad del libro, que haya sido planeada como la conferencia intermedia entre la levedad y rapidez y la visibilidad y multiplicidad, no son, seguramente, cosas del azar. Tampoco lo es el hecho de que haya sido la única característica que Calvino definió puntualmente. “Exactitud quiere decir para mí sobre todo tres cosas: 1) un diseño de la obra bien definido y bien calculado; 2) la evocación de imágenes nítidas, incisivas, memorables; 3) un lenguaje lo más preciso posible como léxico y como expresión de los matices del pensamiento y la imaginación”.[9]

Y comienza su explicación partiendo de la vaguedad, no como el punto opuesto a la precisión. Expresar lo indeterminado, los confuso, lo incierto requiere de la minuciosidad de la descripción atenta, precisa, meticulosa: de nuevo la complementariedad entre Vulcano y Mercurio: “El poeta de lo vago puede ser sólo el poeta de la precisión, que sabe captar la sensación más sutil con ojos, oídos, manos rápidos y seguros”[10] . La tensión entre opuestos, siempre está presente a lo largo de sus conferencias, y en ésta en particular se traduce en la presencia del cristal (imagen invariable, de regularidad de estructuras específicas) frente a la llama (imagen de constancia de una forma global exterior, a pesar de la incesante agitación interna): no importa cuál sea la naturaleza de cada quien, sus preferencias en el acto creativo, siempre y cuando se tenga presente esa otra parte que le da sentido a la existencia de nuestra visión del mundo, como el otro extremo que nos mueve hacia el punto de equilibrio.

Para Calvino visibilidad es el repertorio posible de la imaginación. En este mundo saturado de imágenes dadas, expuestas por todas partes, él ve como fundamental preservar la capacidad de mirar con los ojos cerrados, pensar con imágenes sin tener que recurrir a las formas establecidas por el universo icónico que nos apabulla y que , tal como ocurre con el lenguaje, trivializa, desgasta la imagen a través de su repetición. La imaginación visual en literatura se alimenta de la atenta observación del mundo real, de su transfiguración onírica y de los procesos de interiorización de la experiencia sensible que se traducen en la verabalización del pensamiento, sus imágenes y sus fantasías. En la escritura “exterioridad e interioridad, mundo y yo, experiencia y fantasía, aparecen compuestas de la misma materia verbal; las visiones polimorfas de los ojos y del alma se encuentran contenidas en líneas uniformes de caracteres minúsculos o mayúsculos, de puntos, de comas, de paréntesis, páginas de signos alineados, apretados como granos de arena, representan el espectáculo abigarrado del mundo en una superficie siempre igual y siempre diferente, como las dunas que empuja el viento del desierto”[11].

Finalmente, la multiplicidad como red infinita de conexiones entre los hechos, las personas y las cosas es la última característica que Calvino apunta como imprescindible para la literatura del milenio que él ya no vio nacer. La multiplicación de los posibles como eco de la combinatoria de experiencias individuales: “Cada vida es una enciclopedia, una biblioteca, un muestrario de estilos donde todo se puede mezclar continuamente y reordenar de todas las formas posibles”[12].

El humor es el gran ausente en estos escritos. Tal vez porque no era una cualidad que le era “cara” en su oficio. Lo cierto es que, según el prólogo de la edición de 1998, Calvino había pensado incluir una conferencia relativa a la comicidad, ¿por qué la desechó en sus manuscritos finales? Nadie podrá saberlo. De cualquier forma, la ironía es un elemento calviniano característico que, sin mucho esfuerzo, nos deja la sonrisa como último gesto.

© Mónica Sánchez Escuer

[1] Italo Calvino, Seis propuestas para el próximo milenio, Ed. Siruela, 1998
[2] p.17
[3] p. 30
[4] p. 31
[5] p.49
[6] p.58
[7] p.61
[8] p.65
[9] p.68
[10] p.71
[11] p. 104
[12] p. 124