jueves, 27 de enero de 2011

Construcciones sobre el ojo

© Edgar Ladrón de Guevara
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En este pequeño cráter cabe el orbe entero. Algo en sus bordes da vértigo, perturba. Parece un hoyo negro en medio de la carne. Un grito mudo. Tal vez es la boca del ojo, la fuente de todas sus tristezas. O quizá el sexo abierto de un cuerpo que espera. Es todo lo que podemos ver, lo que imaginamos, lo que nunca habíamos visto.

Tomar una fotografía es resaltar un instante o un detalle que para otros ha pasado de largo, ese doblez en la vieja cortina de un teatro, o los pliegues de la sombra cayendo como lluvia sobre un muro rugoso. Pero lo cierto es que en la fotografía, aunque nos muestra un trozo de realidad, hay siempre invención: el fotógrafo descubre y en su encuadre compone. Vemos lo que él nos muestra, lo que su ojo busca y, al encontrar, construye. El encuentro con el instante, con el detalle, nunca es totalmente fortuito; y Edgar Ladrón de Guevara lo sabe de sobra, por eso no sale a las calles a cazar arrugas en el asfalto ni a buscar atardeceres en los rostros del metro. No, Edgar nos muestra que cada ojo crea sus propios universos, que no hay azar ni fortuna en la mirada, sólo, tal vez, como decía Stravinsky, el “presagio de un descubrimiento”. No le interesan retratos ni líneas que sean límites: los ojos que construye no tienen contornos, se expanden o compactan, se pulverizan como tierra en la ventisca.
© Edgar Ladrón de Guevara

2

A punto del beso, o quizá del sueño, un pensamiento dulce cierra el ojo. No se ve mucho más, sólo el trazo de pestañas muy juntas y el montículo que guarda la esfera ocular con su cámara minúscula. La piel terrosa del párpado es la manta de ese ojo, casi dormido que, sospechamos, algo mira por dentro. Y nosotros no podemos dejar de observarlo. Algo en él nos seduce. Tal vez lo que nos oculta: su transparencia, el color y la opacidad de sus deseos. Este ojo tiene esa belleza peculiar de los momentos amorosos, ese misterio que crece en toda entrega. No sabemos cómo, al verlo, sentimos su respiración, el ritmo suave de sus afectos. Y esa es una de las mayores cualidades de Ladrón de Guevara: en cada una de sus piezas podemos percibir el ritmo de un instante, descifrarlo como frase de un poema sinfónico. Porque él no piensa en imágenes aisladas, crea lienzos completos engarzando piezas que narran distintos latidos de la vida. Estos ojos, sembrados en línea, son eso, un poema sinfónico, parece que inspirado en una pesadilla. Dice que una noche soñó extrañas figuras que lo acechaban, no podía distinguir sus elementos pero sabía que eran ojos. Así nació la idea de formar esta instalación de pestañas, lacrimales, párpados. Fotografías antifotográficas, unas veces explícitas, otras, tan abstractas que apenas si reconocemos en ellas algo humano. Ojos a detalle que Ladrón de Guevara fue construyendo, tratando con diferentes colores buscando en cada uno su tono vital, su textura anímica. A veces es obvio lo que mira, lo que nos mira, otras nos extiende indescifrables mapas de sombras, agujeros negros donde caer.



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