martes, 15 de abril de 2014

Los extraños textos de Fabio Morábito y Eduardo Casar





Mónica Sánchez Escuer


No siempre resultan felices las obras narrativas realizadas por poetas o la poesía hecha por narradores. Sin embargo, en escritores notables, el tránsito de un género a otro siempre resulta enriquecedor en ambos espacios: del que se parte y al que se llega. Este tránsito muchas veces origina maravillosas piezas de orfebrería, textos extraños, imposibles, que bien pudieran situarse en el difícil estante de lo innombrable.

A éstas pertenecen Caja de herramientas de Fabio Morábito y Amaneceres del Husar de Eduardo Casar.
Ambos libros me “eligieron” hace tiempo bajo la premisa barthesiana, me “desearon” “por una disposición de pantallas invisibles, de seleccionadas sutilezas: el vocabulario, las referencias, la legibilidad.”[1]
Más que crítica, ésta intenta ser una mirada desde la creación, una lectura de goce a la manera de Barthes para quien el placer era esencial en cualquier proceso crítico: pasar de la lectura a la escritura y trazar, a partir de ello, las rutas de una búsqueda de sentido. [2]
El propósito de estas líneas es, pues, abrir un diálogo objetivo, razonado, pero también afectivo con ambos poetas, y exponer brevemente cómo el orfebre trabajo de la forma en su narrativa, logra sorprendernos desde diferentes esquinas.


Lo insólito en lo común

La fusión de los géneros y la dilución de sus fronteras produce cierta ansiedad entre críticos y libreros. ¿Dónde colocar los extraños textos de Casar y Morábito?
En su poesía, la búsqueda verbal y estilística se da en un terreno llano, libre de accidentes y asociaciones predecibles donde cualquier palabra queda expuesta a la implacable luz del medio día. Esta claridad los obliga a la contundencia, a la exactitud en el lenguaje, la economía figurativa y la desnudez retórica.
Sus obras en prosa, sin duda, comparten estas características.
Obras híbridas, les llaman algunos. Desde el punto de vista creativo, el nombre, la clasificación, es intrascendente: la definición, como nos recuerda Wilde, debe seguir a la obra, y nunca a la inversa.
Sin embargo, si hemos de llamarlas de algún modo, (todo requiere su caja, hasta la de Fabio), las singulares herramientas morabitianas, que han sido calificadas como descripciones curiosas, viñetas, cuentos, ensayos, narraciones fantásticas, bien podrían caber en una caja rotulada como: poemas en prosa. Quizás. A diferencia de la “prosa poética” donde imperan las normas de la narrativa, un poema en prosa se rige por las reglas de la lírica: es ante todo un poema[3], no pretende contar una historia, no narra; exhibe, revela, conmueve. En este sentido, las herramientas parecen cumplir los parámetros de la clasificación.
En los Amaneceres del Husar puede advertirse, desde las primeras frases, que no se trata de una novela convencional, pero tampoco es una narración propiamente poética. Podríamos llamarla nouvelle o novela breve, si nos referimos a su longitud. Lo cierto es que la novela es quizá el género más flexible: en ella, bien acomodado, cabe todo a condición de narrar una historia: una cadena de acciones estructurada, con personajes sólidamente trazados. De esta manera, la obra de Casar, aún cuando rompe con los cánones de las narraciones más conservadoras y el uso de los recursos formales es tan excepcional como la historia misma, por la complejidad del personaje y el desarrollo de la trama bien puede sustentar su lugar en el estante de las novelas.
Pero toda clasificación tiene mucho de cerca y ambos textos se resisten al confinamiento.
 La prosa en ellos es puntual, exacta, de breves y poderosas imágenes, directa, sin enroscamientos de la lengua. La ironía es la bisagra de sus frases. Ambos evitan la prosa poética. Tal vez porque su propia poesía avanza sobre los peldaños de lo habitual y saca brillo a los escalones desgastados por donde todos transitan. Sus pisadas son firmes, contundentes, construyen oraciones que, en un guiño sarcástico, cambian sorpresivamente de rumbo.
Los dos parecen escribir con la convicción de que no hay certezas en el mundo, sólo una cadena de signos desmontable, un campo de juego ilimitado. Desde ahí, cada uno toma un rumbo distinto. Morábito traslada a la narrativa la desnudez de su poesía, su lucidez y laconismo, su obsesiva manera de trabajar con la palabra diaria como herramienta. Casar lleva al extremo los juegos verbales que en sus poemas traza con la reserva de la forma, y en sus Amaneceres los despeña en la deconstrucción de la lengua.
Ambas obras, novela y poemas, comparten así lo común y lo extraño: Morábito toma trece herramientas y artículos, como la esponja, las tijeras, el resorte o el martillo, y las convierte en algo insólito: seres autónomos que actúan y ejercen las más diversas actitudes, miedos, obsesiones y rencores humanos. Casar en cambio, parte de los lugares comunes de la lengua para narrar una situación inusitada, como un Husar que, sin acento y sin ejército, se encuentra embarazado y se va descubriendo a sí mismo en cada uno de sus amaneceres .
Ambos usan un lenguaje claro, inmediato, evitan las imágenes obvias, las metáforas directas; su juego es sustantivo: sacan filo a las palabras, a los objetos, a las ideas rutinarias. En sus frases despojadas de recubrimientos adjetivales, corre su agudo sentido del humor bajo una estética ascética, y algunas veces laberíntica.


Morábito y sus objetos

En Caja de herramientas[4], la irónica y original mirada con que Morábito observa los utensilios de uso diario, nos descubre un universo anómalo y, paradójicamente, muy familiar; disuelve el lugar habitual de los objetos y les da así vida propia, singular, imposible y, sin embargo, precisa: cada cosa tiene su lugar, su propósito, su ontológica existencia, su conflicto moral o ético, su poder. La caja que toda sociedad guarda en sus instituciones, sus individuos, donde cada miembro tiene funciones y características específicas que le dan una posición estratégica dentro del conjunto. Unas más herméticas, otras más letales, algunas receptivas, otras más serviles o sumisas, todas las herramientas cumplen su misión con puntualidad.
Los humanos se ven en ellas, y a su vez las manipulan, pero no necesariamente las dominan. Pareciera que las herramientas, desde su pequeña pero enérgica figura, definen la naturaleza de quien las toma: “Con un martillo en la mano, nuestro cuerpo adquiere su tensión justa, una tensión clásica”.
            El lenguaje de Morábito es, como sus instrumentos, doméstico; su complejidad está en las imágenes que nos develan, a través de personificaciones, alegorías, metonimias, comparaciones, la encrespada vida de los objetos. Las características físicas y los propios usos de herramientas como el martillo, la escoba, el trapo y la lima, determinan esencias y comportamientos, actitudes y destrezas de intrincados seres que trascienden su vocación de servicio y nos revelan su verdadera y compleja naturaleza:
Así, una cuerda ahoga, pero tiene aptitud de santa: “es la mano que siempre nos hace falta”. La vocación decapitadota de la lima se dulcifica, se reviste de suave frotamiento al no concentrase en un solo punto. Nos dice Morábito: obra por persuasión: su poder está en sus punzadas débiles pero constantes, actúa “como un ejército de hormigas”. El cuchillo, en cambio, ataca de frente, destierra, no mira para atrás, su filo es un “carrusel de puntas” donde la última, la punta final “es pura discordia…y su poder de herir le viene del enorme peso que a gatas, magullado y disciplinado, ha encajonado en sí misma.”
Las tijeras, en cambio, no agraden frontalmente, sino de manera oblicua, de perfil. Como el frío, contraen y dividen: “se abren camino sin ruido, quirúrgicas, no arrasando sino desmontando, quitando sucesivos muros de fondo”. Son vengativas, rencorosas, sus dos filos se odian: son dos puñales calientes obligados a unirse, a frotarse y calumniarse mutuamente. Pero en el fondo puede advertirse un corazón bajo su dureza y así, queriéndolo o no, “forman un niquelado matrimonio.
En la caja de Morábito también hay objetos taimados, que obran bajo la sombra, en el resquicio o la hendidura. El aceite, por ejemplo, “es un agua turbada” que ha dado la vuelta al mundo y regresa pesada, llena de experiencia; es líquido que carga un secreto y avanza sinuoso, contoneándose: su misión es ser rápido mensajero, pero también abrazo, mixtura, comunión.
El tornillo es, quizá, la herramienta más erótica de Morábito: no golpea, no impone su ley, como el clavo, dialoga, va penetrando a través del roce “continuo, uniforme, como fuego lento”. Pero “mas que penetrar se insinúa, se escurre hacia adentro… como una mano que nos acaricia sin despegarse de nuestra piel para que no despertemos”. Sin embargo, añora la fogosidad y contundencia del clavo: se le nota, nos indica Morábito, “en su cabeza siempre partida en dos como una cara frustrada o un corazón herido”.
La cuerda lleva también melancolía:“es un “vórtice de hilos” casi imperceptibles, que se agolpan en lo que parece ser “agua amordazada”, líquido palpable, hercúleo y, sin embargo, invertebrado. “Es la descripción plástica de la renuncia más ardua: la de respirar”. Lo mismo nos dan la mano que nos cortan el aliento.
El trapo, la esponja y el tubo pertenecen a otra estirpe: aquella definida por el líquido o sustancia que guían, que retienen o purifican. Mientras en el tubo todo corre derechito y sin tregua, “no tiene un rizo de ironía o de jocosidad”,  “va lleno de domingo”, la esponja es laberíntica, en ella el agua recobra pies y manos, juega en las ramificaciones desordenadas de su cuerpo, su función no es atacar o defender, es evitar la caída, “escudriñar a fondo un cuerpo” [. Si la vocación de la esponja  es filtrar, la del trapo es pulir, devolver al objeto que frota o absorbe su estado originario: “realza lo sustancial y pone en su debido lugar a lo secundario y
y adjetivo”. Su misión es “sacar brillos específicos, esplendores locales y diminutos”. Pero aunque el polvo nunca se acaba, “sólo se despeña”, el paso del trapo por las cosas, los pisos, las casas, siempre nos reconforta.
La bolsa es cosa aparte. Guarda los objetos y los protege del suelo, es una mano compuesta de “manos entrelazadas en profundidad”. Sin propósito, la bolsa es un sedimento: “el mínimo conductor de tribu”.
Así, cada objeto es definido por Morábito en su esencia:
el cuchillo: es pura ida,
su punta:  pura discordia,
el aceite: un agua impura,
el martillo: pura proa,
la esponja: es dispersión pura
la cuerda: padecimiento puro,
el resorte: es rigor en estado puro,
la lima: pura estrechez.


El Husar, el lugar común de Casar

En Amaneceres del Husar,[5] la prosa toma otro rumbo. Casar juega con la polisemia del lenguaje, trastoca la sintaxis, corta las frases, juega con la puntuación, el ritmo, sólo para regresar al punto originario donde todo parece volver a su sitio, y sin embargo, el lugar deja de ser común, y nos asombra. Esta obra nos lleva a reflexionar sobre nuestra percepción y usos del lenguaje, nos revela los absurdos y maravillas del habla cotidiana.

La novela narra los diferentes encuentros de un husar (que así, sin acento, con rima y todo, es fácil inferir que se trata del propio Casar) cuya verdadera misión está en la Academia (que bien podría ser la UNAM) donde enseña táctica (es decir, poesía) y no estrategia (o sea, narrativa); sus batallas son las que libra consigo mismo y, de vez en cuando, con el prójimo más próximo, como la Susodicha. Un día, de buenas a primeras, el husar amanece embarazado. A partir de entonces, en sus amaneceres, va descubriendo el progresivo abultamiento de su vientre, y al husarcito que le va creciendo como otro yo en su interior.
La maestría y gran sentido del humor con que narra y disfraza las aventuras del husar-casar se observa desde el inicio. El primer capítulo describe el encuentro del personaje con el General, quien es nada menos que Julio Cortázar, durante su visita al Coso de la Academia, es decir, al auditorio Che Guevara de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. La presentación es coordinada por el Coronel Aguilar, quien por el apellido, es fácil deducir que se trata del escritor y amigo cercado de Casar, Gonzalo Celorio,  cuya novela Amor propio tiene como héroe a un Aguilar.
Todos los personajes son hombres y mujeres reales trazados en afectivas o despiadadas caricaturas que van desde los nombres: el Intendente, el “repentino y brutal desconocido”, la Lugarteniente, el Adelantado o la Susodicha.
Estructurada en dos planos, uno interior, establecido por los siete meses de gestación, y otro exterior, determinado por los encuentros del personaje con el mundo, esta extraordinaria y, sin embargo, simple historia, es el pretexto para que el autor despliegue sus mejores armas verbales. Eduardo Casar, hace uso de cuanto recurso literario, y no literario, le permite desatornillar las expectativas del lector y sacarle una risa franca. Así, entre dichos populares, albures, citas textuales, alusiones académicas y autorreferencias, transcurren los Amaneceres del husar. A lo largo del texto, uno encuentra desde paráfrasis de los propios poemas de Casar como: “Algo le duele al Husar, basta mirarle las orillas” (Algo le duele al mar, basta mirarle las orillas) hasta citas transformadas como parte de la acción: “finge el calor del lodo su emoción de sustancia adolorida, y apoyado el Husar en una línea de Muerte sin fin que no recuerda, abre la boca”; o bien juega con las ideas y  nombres de escritores y filósofos: “’antes de ser hijo de la madera, el fuego es el hijo del hombre’ como dirá siglos más tarde gastoncito en su graduación de bachelard”.
Las referencias y múltiples significados de las palabras son su mayor recurso. Como ocurre cuando el personaje se pone una corbata y quiere entrar a Bellas Artes en una misión encomendada por el Coronel Aguilar: “… el husar se llegó muy reflexivamente al Palacio de Bellas Artes. Claro que no lo dejaron entrar: vendría muy guapo pero no muy bello, tendría sus mañas pero no sus artes, sería muy juan ramón, pero no jiménez”
Al inicio del capítulo  “Encuentro con la posición”, que desde el título nos anuncia un doble sentido, Casar, muy Góngora de su parte (diría él mismo), dislocando el natural orden sintáctico, describe en hipérbaton la entrada del husar y su amigo al célebre y tristemente desaparecido Bar León:

“A emborracharse entraron y llegado que hubieron al umbral que fluorescentes verdes barleonaban, y ya traspuesto éste, el Coronel Aguilar y el Husar se dieron a la tarea de acomodarse”.

El uso de dilogías en la obra es muy frecuente, como ocurre cuando el personaje se cuestiona ¿quién soy? y el narrador nos expone su disertación:

“Por principio descartó la posibilidad de ser él mismo.
Luego descartó la posibilidad de ser el mismo.
Luego él mismo descartó la posibilidad.”

El texto está poblado de paronomasias como “para cavarla de molar”; o “Colgó. Y se dio por ser vivo”. Las comparaciones o símiles aunque obvias, sorprenden:

“El Husar se mesó la barba y sintió que la tenía crecida como el Grijalva en época de lluvias”. O bien, “Le cayó una depresión que podíamos calificar como del 29”.

El uso de la puntuación no sólo marca el ritmo del texto, es una herramienta fundamental con la que Casar enfatiza la flexibilidad del lenguaje y la ambigúedad de las palabras:

“El día estaba, claro.”
 “Un día el Husar se encontraba.
 Pero otro no.”

La literalidad es otro elemento sustancial en la construcción de paradojas: En el microbús, el Húsar le pregunta a la anciana que, al verlo embarazado, le ha cedido su asiento:
¿Le llevo sus cosas?
 Sí, le dijo la viejita, entregándole dos divorcios, un hijo muerto, un chevrolet azul modelo 47, una noche en la azotea de un hotel en Puerto Vallarta, una nieta violinista, la Historia general de México en dos tomos…”

Y para terminar con los ejemplos, uno que,  a estas alturas de la charla, bien se me podría aplicar:

“Llegaba un momento en que el Husar debía callarse y ese momento sucedía casi siempre cuando hablaba.”

Así los Amaneceres… nos van despertando la modorra del lenguaje mientras el Husar-Casar nos apura y nos advierte que “el tiempo es más veloz que la pluma y la espada juntas”.
No obstante, pese a su consciente intención de llevar el leguaje lejos de la poesía, Casar no resiste la tentación y escribe frases como ésta: “La mudez del Husar dibujó un remolino en medio del sonido de la orquesta enhebrado por la aguja de la flauta”. Y precisamente en la brevedad efectista de sus oraciones, la precisión y originalidad en el uso de las figuras retóricas, en el ritmo de las frases, se puede apreciar el inexorable sino poético de quien escribe.
Las mayores huellas que un escritor deja en otro tal vez son el permiso, la lucidez y el asombro: Morábito y Casar, en sus obras, enseñan a ser irreverentes, a romper las reglas, los espacios consignados, a invadir territorios y jugar con los equívocos y la sinuosidad de la lengua.



[1] R. Barthes, El placer del texto. p. 46
[2] Cfr. R. Barthes, El placer del texto.
[3] Cfr. José Ignacio Helguera, Antología del poema en prosa en México, FCE, México, 1999
[4]  Fabio Morábito, Caja de herramientas. FCE, México, 1994.  p. 82
[5] Eduardo Casar, Amaneceres del Husar, Alfaguara, México, 1997.


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